Entre cenizas y milagros: Guias de la Región al cráter del Paricutín
Hay lugares donde la Tierra habla en susurros: una piedra movediza, una grieta en el suelo, un temblor que apenas despierta al perro del vecino. Y luego está el volcán Paricutín, que no susurra nada. Él gritó su nacimiento en 1943 con estruendo de apocalipsis menor, rompiendo la tierra como si el mismísimo inframundo hubiera decidido sacar la cabeza a tomar aire fresco.
Pero esta no es solo la historia de un cono volcánico en Michoacán; es un relato que mezcla teología rural, geología enardecida y la terquedad de un campesino que sembraba maíz y terminó cosechando lava.
🥾 Antes de ir: ¿es una excursión o una revelación?
Visitar el cráter del Paricutín no es lo mismo que subir al Nevado de Toluca o sacarse selfies en el Popocatépetl (donde los drones sobrevuelan más que los cóndores). Aquí la caminata es polvo, historia y resistencia. Son entre 6 y 8 horas ida y vuelta, dependiendo si vas a pie o a caballo, si te detienes a contemplar las piedras como si fueran ruinas romanas (que lo son, pero en versión purépecha), y si tu condición física está más cerca del atleta o del filósofo sedentario.
Recomendaciones básicas:
Salidas desde Uruapan para Angahuan, un pueblo indígena con vista panorámica al tiempo detenido.
Disponible de Uruapan por Nuevo San Juan Parangaricutiro.
Rutas Disponibles desde Lo más fácil hasta lo más extremo.
Lleva agua, bloqueador, sombrero y respeto: caminas sobre tierra sagrada para muchos.
Hay guías locales (sí, guías humanos, no apps) que te narran no solo el camino, sino el mito.
Puedes contratar caballos, pero no creas que te ahorrarás el cansancio: hasta las monturas sudan.
La mejor hora para salir es temprano. No por el calor, sino porque en el cráter el sol cae como plomo fundido a media tarde.
🌋 La ascensión: polvo, lava y asombro
Subir al cráter es como caminar por el esqueleto de un dragón dormido. Las piedras negras, filosas, quemadas por dentro, parecen tener memoria. En cada paso, uno piensa: “Aquí brotó el fuego. Aquí murió un pueblo. Aquí nacimos todos otra vez.”
La erupción de 1943 no solo sepultó San Juan Parangaricutiro (sí, ese que cuesta trabajo pronunciar); también puso en jaque la lógica. ¿Cómo es posible que un volcán aparezca de la nada en el campo de un campesino llamado Dionisio Pulido, como si la tierra decidiera improvisar un altar pagano?
Mientras avanzas, verás los restos de la iglesia del antiguo pueblo, donde solo la torre y el altar resistieron el embate de la lava. Una imagen tan poética como absurda: la fe venciendo al magma, o el magma resignándose a bordear lo divino.
🔥 El cráter: el silencio tiene eco
Llegar al borde del cráter es llegar al borde de uno mismo. Desde arriba, el Paricutín no ruge. Respira. Y tú, extenuado, polvoriento, con las piernas temblando como adolescente en su primer beso, solo puedes mirar ese círculo humeante y sentir que hay cosas que no deben explicarse con palabras.
Allí no hay señal de celular, pero sí una conexión brutal con lo que somos: polvo cósmico con zapatos de trekking.
El viento es frío, las piedras calientes. El contraste parece sacado de una novela de García Márquez, pero está ahí, al alcance de la mano. Algunos visitantes se sientan en silencio, otros gritan como si quisieran escuchar su voz devuelta desde el centro del mundo. Y el volcán, eterno y paciente, escucha sin juzgar.
🏞️ El regreso: la realidad espera abajo
Volver a Angahuan es como regresar de otro planeta. El descenso tiene algo de descenso emocional: uno va dejando atrás la sensación de haber tocado lo inexplicable. Y, sin embargo, algo se queda contigo. Un olor a azufre suave, un polvo que no se quita fácil, un recuerdo que, como el propio Paricutín, nació un día de la nada y ya no se irá jamás.
¿Vale la pena? Lo responderé así: el Paricutín es el único volcán cuya vida ha sido presenciada por el ser humano desde su nacimiento hasta su aparente muerte. Lo que en otras latitudes tardó milenios en formarse, aquí brotó en días, como si la Tierra estuviera impaciente por contar su historia.
Y tú, al caminarlo, no solo visitas un lugar: te conviertes en parte de ese relato.