Historia del Nacimiento de un Volcán
El Volcán Paricutín: Del nacimiento en una milpa a su lugar en la memoria de México
El nacimiento: una milpa convertida en cráter
La escena tiene tintes casi literarios. Un campesino llamado Dionisio Pulido, vecino de San Juan Parangaricutiro, trabajaba su parcela cuando notó que la tierra se agrietaba y que del suelo empezaba a salir humo con un olor penetrante a azufre. No era la típica fogata campesina ni un incendio accidental: era la corteza terrestre abriéndose.
La erupción que duró casi 10 años
La tierra mexicana está llena de sorpresas: tesoros arqueológicos que emergen en excavaciones, ciudades coloniales que se levantan sobre cimientos prehispánicos… y, en ocasiones, volcanes que brotan en medio de un campo de maíz. El Volcán Paricutín, nacido en 1943 en el estado de Michoacán, es quizá la manifestación más espectacular de esa capacidad telúrica de México para sorprender a propios y extraños.
La pregunta “¿cuándo nació el Paricutín?” parece simple. Pero la respuesta no solo nos remite a una fecha precisa —el 20 de febrero de 1943—, sino también a un contexto histórico, cultural y científico que convierte a este volcán en un protagonista único del siglo XX. Porque no se trata de un volcán más: se trata del primer volcán cuya vida completa fue observada y estudiada por el ser humano, desde su nacimiento hasta su extinción.
Hoy, en 2025, más de ocho décadas después de aquel episodio que sacudió campos, pueblos y conciencias, el Paricutín sigue generando preguntas. No solo sobre su historia, sino sobre lo que simboliza en la relación entre los humanos y las fuerzas descomunales de la naturaleza.
Eran las cuatro de la tarde de aquel 20 de febrero de 1943. En cuestión de horas, el suelo se levantó como si respirara. Surgió un pequeño montículo, y pronto, un chorro de piedras incandescentes y gases comenzó a elevarse. Al final del día, el montículo ya tenía varios metros de altura: el nacimiento de un volcán había quedado registrado ante los ojos atónitos de Pulido y de los habitantes del pueblo.
La ciencia llama a este tipo de formaciones volcanes monogenéticos: nacen en un punto, erupcionan durante un tiempo relativamente breve —décadas, a lo sumo— y después mueren, sin segundas oportunidades. A diferencia del Popocatépetl o el Vesubio, que entran y salen de la escena como actores recurrentes, el Paricutín era un “one hit wonder” de la geología: un único espectáculo, pero inolvidable.
Durante las primeras semanas, el Paricutín creció a un ritmo vertiginoso: metros de altura cada día. Para el final de su primer año, el cono ya superaba los 300 metros. Lo que había sido un terreno de cultivo se transformó en una montaña humeante.
El proceso fue devastador para los pueblos cercanos. Paricutín y San Juan Viejo Parangaricutiro fueron los más afectados: el primero quedó totalmente sepultado por la lava, y del segundo apenas sobrevivió la torre de su iglesia, que aún hoy se levanta entre un mar de rocas negras, como una lápida monumental. Miles de personas tuvieron que ser reubicadas en nuevas comunidades, entre ellas San Juan Nuevo Parangaricutiro, fundado para los desplazados.
La erupción se prolongó durante nueve años, hasta 1952, con fases de intensa actividad estromboliana (explosiones intermitentes de lava y gases) y coladas que avanzaban lentamente, como ríos ardientes que devoraban todo a su paso. Finalmente, en 1952, el volcán cesó su actividad. Había alcanzado una altura final de 424 metros sobre el terreno original, y un volumen de lava que cubrió más de 25 km².
Un laboratorio natural para la ciencia
El nacimiento del Paricutín ocurrió en un momento histórico en que la ciencia geológica estaba ansiosa por entender mejor los procesos volcánicos. Hasta entonces, ningún científico había presenciado el ciclo vital completo de un volcán.
Geólogos de México, Estados Unidos y otros países instalaron campamentos alrededor del cono. Documentaron cada fase: la apertura de fisuras, la expulsión de bombas volcánicas, la evolución del cráter, la composición de los gases. El Paricutín se convirtió en un laboratorio al aire libre, una especie de “Gran Hermano geológico”, donde cada episodio quedaba registrado.
Gracias a esos estudios, se obtuvieron datos cruciales sobre los volcanes monogenéticos y sobre el comportamiento del Campo Volcánico Michoacán–Guanajuato, al que pertenece el Paricutín. Este campo incluye más de 1,400 conos volcánicos, distribuidos en una vasta región del Bajío. El Paricutín fue, simplemente, el más reciente en aparecer.
La paradoja: tragedia y patrimonio
La historia del Paricutín está marcada por una antítesis dolorosa: lo que fue una tragedia para las comunidades locales se convirtió en patrimonio cultural y hasta turístico para el país.
Las erupciones destruyeron pueblos enteros, arruinaron cosechas y obligaron a la migración forzosa de miles de familias. Pero con el paso del tiempo, la zona se transformó en un atractivo único. Hoy, los visitantes viajan a caballo o a pie para recorrer el paisaje volcánico, explorar las coladas petrificadas y llegar hasta la iglesia semienterrada de San Juan Viejo, uno de los escenarios más impresionantes de México.
De este modo, el Paricutín encarna la contradicción: fue desgracia y, al mismo tiempo, herencia; destrucción y, a la larga, símbolo de identidad.
El Paricutín en la cultura popular
El impacto del volcán no se limitó a la ciencia o al turismo. También dejó huella en la cultura. El pintor Diego Rivera lo representó en uno de sus murales, y escritores lo evocaron como metáfora de la fuerza imparable de la naturaleza. Incluso se convirtió en referencia internacional: aparecía en enciclopedias, revistas y noticieros de todo el mundo, como ejemplo de un fenómeno “irrepetible”.
En la tradición oral de Michoacán, el Paricutín ocupa un lugar casi mítico. Para algunos, fue un castigo divino; para otros, una señal de renovación. La torre de la iglesia emergiendo entre la lava funciona como una imagen poética: la fe resistiendo incluso cuando la tierra se abre bajo los pies.
¿Y en la actualidad, en 2025?
Hoy, más de 80 años después de su nacimiento, el Paricutín se mantiene inactivo. No hay señales de que vuelva a erupcionar: al ser un volcán monogenético, su historia terminó en 1952. Lo que queda es un cono apagado, cubierto en parte por vegetación, y un paisaje de lava que el tiempo ha ido erosionando.
Sin embargo, el campo volcánico de Michoacán–Guanajuato sigue activo en el sentido más amplio: se trata de una zona donde, en cualquier momento, podría nacer un nuevo volcán. Nadie sabe dónde ni cuándo, pero los geólogos están seguros de que la historia del Paricutín podría repetirse, aunque no en el mismo lugar.
El propio Paricutín, aunque inerte, sigue “activo” en otro sentido: en la memoria colectiva, en el turismo que lo rodea, en la identidad de Michoacán y de México. Es un volcán que sigue vivo en el relato, aunque esté muerto en lo físico.
Reflexiones finales: el volcán como metáfora
El Paricutín es más que un fenómeno geológico: es una metáfora de nuestra relación con la tierra. Nos recuerda que bajo la aparente estabilidad de un campo de maíz puede latir una fuerza capaz de crear montañas en cuestión de días.
Su historia condensa varias paradojas:
Nacimiento y destrucción: surgió de la nada y, al mismo tiempo, arrasó comunidades enteras.
Ciencia y tragedia: fue objeto de estudio privilegiado, pero a costa de pérdidas humanas y materiales.
Silencio y memoria: hoy está apagado, pero sigue resonando en el imaginario colectivo.
Quizá por eso el Paricutín fascina tanto: porque nos enfrenta a la fragilidad de nuestra vida cotidiana frente a las escalas del planeta. Para los habitantes de San Juan Viejo, el volcán fue la ruina de su mundo. Para los geólogos, fue un regalo inesperado. Para el México de hoy, es un recordatorio de que la tierra nunca es del todo estable.
En 1943 nació un volcán en una milpa. En 1952 murió. Pero en realidad, el Paricutín no terminó ahí: sigue vivo en cada caminata que lo recorre, en cada fotografía de la iglesia entre lava, en cada relato que lo evoca. Su fuego se apagó, sí, pero su historia arde todavía.
